Año A, decimosexto domingo después de Pentecostés
17 de septiembre de 2023023
Año A: Éxodo 14:19-31; Salmo 114; Romanos 14:1-12; Mateo 18:21-35
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El diálogo entre Pedro y Jesús en el Evangelio arroja una profunda luz sobre la naturaleza del perdón. Pedro plantea una pregunta que parece sencilla, pero que está profundamente arraigada en la psicología humana: “¿Cuántas veces debo perdonar?”. La respuesta de Jesús, “setenta y siete veces”, es igualmente compleja, pues simboliza no sólo el acto de perdonar, sino la mentalidad que debe acompañarlo. Esta interacción nos dice que el perdón no es un recurso finito que hay que medir, sino una gracia ilimitada que hay que dar gratuitamente. Pero, ¿cómo afronta la sociedad esta noción de perdón ilimitado?
En la sociedad, la llamada al perdón suele encontrar resistencia. Mientras que la gente puede aceptar con entusiasmo la idea de un Dios misericordioso, dudan en extender la misma misericordia a los demás. Esta hipocresía es contraria a la ética que muchos de nosotros decimos seguir, resumida en la oración: “Perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Pedimos el perdón divino, pero a menudo dudamos en conceder el perdón humano, lo que revela una disonancia en nuestra vida espiritual. Jesús recurre a la narración para aclarar este punto.
Jesús explica esta complejidad a través de la parábola del siervo que no perdona. En la historia, un siervo que tiene una deuda astronómica con su rey es perdonado, pero se niega a perdonar una deuda menor que tiene con él. Cuando el rey se entera, le retira su misericordia. La parábola sirve de alegoría, ilustrando que la gracia que extendemos a los demás debe reflejar la gracia ilimitada que recibimos de Dios. Aunque el Evangelio ofrece sabiduría espiritual sobre este asunto, la psicología moderna también aporta valiosas ideas.
Las teorías psicológicas, incluido el trabajo pionero de Everett Worthington, ofrecen perspectivas sobre esta compleja cuestión. Worthington propone un modelo de perdón conocido como REACH: Recordar el daño, enfatizar la empatía, ofrecer un regalo altruista de perdón, comprometerse públicamente a perdonar y aferrarse a ese perdón. Aferrarse al perdón, no al rencor ni a la ira.
El marco de Worthington abarca los ámbitos espiritual y psicológico, lo que nos permite ver la naturaleza polifacética del perdón. Aborda tanto la curación emocional como el crecimiento espiritual, subrayando que el perdón no es un acto aislado, sino un proceso continuo.
Las ideas de Worthington sobre el perdón no son meramente académicas, sino que se derivan de su experiencia personal, ya que tuvo que perdonar al hombre que acabó con la vida de su madre. Esta doble perspectiva hace que su obra tenga un valor incalculable para cualquiera que luche con el perdón. Su investigación no es sólo un trabajo académico, sino un salvavidas para quienes se ahogan en un mar de falta de perdón. Aporta autenticidad a su investigación, basándola en la experiencia vivida.
Pero, ¿qué hay en la naturaleza humana que complica el acto de perdonar?
Aunque la pregunta de Pedro pueda parecer sencilla, pone al descubierto nuestra necesidad innata de cuantificar la gracia. Queremos saber cuál es el requisito mínimo para obtener la aprobación divina, lo que revela nuestra tendencia humana a medir lo inconmensurable. Es como si tratáramos de convertir el camino espiritual en un balance contable, en el que los débitos y los créditos del perdón se contabilizan cuidadosamente. El Evangelio, sin embargo, nos anima a trascender esta mentalidad. Nuestro perdón no debe consistir en sumar puntos o cumplir cuotas. Si lo hacemos, corremos el riesgo de convertirnos en santurrones, olvidando que la gracia de Dios no es una recompensa, sino un don.
Es importante destacar que estas enseñanzas también hacen hincapié en la ilimitación de la gracia divina.
Los números de la parábola pretenden ser insondables, llamando la atención sobre la incomprensibilidad de la gracia divina. Esto deja muy claro que el perdón de Dios no puede ser cuantificado ni restringido por las limitaciones humanas. A su vez, se nos pide que reflejemos este perdón infinito en nuestras interacciones con los demás. Sin embargo, comprender el alcance total del perdón también requiere considerar la relación entre el perdón y la justicia.
La llamada del Evangelio al perdón sin fin no implica que haya que ignorar la justicia. Ambos pueden coexistir. Aunque el perdón implica dejar de lado el deseo de venganza, no niega la necesidad de repercusiones legales y sociales por las malas acciones. En la propia narrativa bíblica, el perdón divino a menudo va de la mano de la justicia divina. Del mismo modo, el perdón no siempre significa reconciliación. La reconciliación implica el consentimiento mutuo y puede no ser posible o incluso aconsejable en algunos casos. Pero a pesar de estas complejidades, el imperativo de perdonar sigue siendo primordial.
En nuestra vida cotidiana, perdonar es a menudo más fácil de decir que de hacer. Cuando la persona a la que debemos perdonar es alguien cercano a nosotros, el acto se hace aún más difícil. Sin embargo, retener el perdón tiene consecuencias nefastas. Puede crear bloqueos espirituales que nos impidan experimentar la plena gracia de Dios y puede tener repercusiones tangibles en nuestro bienestar mental y emocional. Por eso, a pesar de la enormidad del desafío, Jesús nos llama a perdonar “setenta y siete veces”, subrayando la idea de que no hay límites para el perdón. En última instancia, el perdón trasciende los meros deberes éticos y refleja compromisos espirituales más profundos.
A la luz de las enseñanzas de Jesucristo -su vida, muerte y resurrección- encontramos no sólo un modelo de perdón, sino también la fortaleza para ponerlo en práctica en nuestras propias vidas. A través de este pacto, participamos en un ciclo de gracia que no sólo nos libera, sino que también nos acerca a lo divino, sosteniéndonos a cada paso en nuestro camino hacia el perdón sin límites. Esto sirve como un potente recordatorio de que el perdón no es un acto aislado, sino un viaje continuo de crecimiento y renovación espiritual. Cuando rezamos pidiendo perdón, también nos comprometemos a extender esta misma gracia a los demás, cumpliendo el imperativo del Evangelio de expresar una compasión y una misericordia sin límites en nuestras interacciones.
La complejidad del perdón puede ser un camino difícil, pero no tenemos que recorrerlo solos. El Evangelio nos dota de la perspicacia y la fuerza para perdonar, incluso cuando parece insuperable. Esta guía divina sirve de faro en un mundo a menudo envuelto en conflictos y resentimientos, reiterando que el perdón no es sólo un deber moral, sino un pacto espiritual. A través de este pacto, participamos en un ciclo de gracia que no sólo nos libera, sino que también nos acerca a lo divino, sosteniéndonos a cada paso en nuestro viaje hacia el perdón sin límites.
Recuerda: el perdón no es un acto puntual, sino un viaje continuo, difícil pero vital para nuestro bienestar espiritual y emocional. Las enseñanzas de Jesús y la psicología moderna nos proporcionan marcos no sólo para comprender, sino también para poner en práctica esta gracia ilimitada en nuestra vida cotidiana. Esto sirve como un potente recordatorio de que el perdón no es un acto aislado, sino un viaje continuo de crecimiento espiritual y renovación.
Perdonamos, pues, porque Dios perdona. El perdón que debemos transmitir a los demás es el perdón que tenemos en unión con Cristo.
Y la buena noticia es que, a pesar de nuestra incapacidad para devolver a Dios todo lo que debemos, Dios nos perdona de todos modos, completamente. Estamos completa, irrevocable y totalmente perdonados y sanados por Jesús. Amén.